Comenzaba a lloviznar y ella caminaba por la rue du Chemin Vert.
-¿'La calle del Camino Verde'? ¡Y todavía hay quien duda que vivo en un cuento de hadas! ¿Qué clase de nombre es ese? Y más importante, ¿dónde diablos está el número 122?
Los lentes se llenaron de pequeñas gotas de agua las cuales empezaron a juntarse y a escurrir, como cuando las veía en su ventana o en la del café. Un coche negro, idéntico al de él casi la atropella al cruzar la calle.
Era absurdo ¿de dónde había salido ese idiota?
¿De dónde había salido?
¿De dónde...
¿Era el coche de él?
Después de todo él la había llevado ahí la primera vez, en uno de sus juegos extraños.
Ya sin lentes mojados, echó un vistazo alrededor y no había señales del auto, miró hacia adentro y no estaba ahí. Entonces entró, se bajó la capucha de la chaqueta y dejó que el cabello cayera libre sobre sus hombros.
El encargado pareció no inmutarse. Buenas tardes.
Ella fingió no inmutarse. Buenas tardes.
Había tres hombres, de entre cuarenta y cincuenta años. Tres lobos que la miraron de reojo, sin finjir demasiado y que siguieron hojeando libros. "La clientela habitual de la Musardine" -le había dicho él aquella vez-, la pequeña librería parisina especializada en erotismo "aunque aquí aparece de todo". Dió una vuelta entre las estanterías y entre los clientes. Comenzó a hojear los libros de pin-ups y los de pornografía francesa de principios del siglo veinte.
Se detuvo. Y detuvo al mundo con ella.
Estaba jugando a tentar al destino. Estaba jugando a caminar los caminos ya andados, y estaba buscándolo, caminando por el bosque, caminando por el Camino Verde de su bosque.
De la sección de clásicos tomó La historia del ojo de Bataille, pagó y salió corriendo, esta vez mirando a los dos lados de la calle antes de cruzar.
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